¿Hablando de guitarras? Te contaré la historia de Mi Vieja Amiga Verde

Humanizar objetos es como de locos, la verdad; no obstante, es un hecho que muchas veces se hace tan prolongado el tiempo que pasamos con ellos que hasta se crean vínculos especiales. Y ojo que estoy muy alejada del territorio del materialismo.

Ahora bien, no te culpo si al leer el título de esta publicación se ilustró en tu mente la imagen de una extraterrestre. [Aquí, me sonrío] Pero lo cierto es que al referirme a “mi vieja amiga verde”, te estoy hablando de la guitarra que me acompaña desde diciembre de 2002 y cuyo arribo no fue tan sencillo.



Y es que pese a que para ese año, en el que por cierto se fortalecía más mi idea de convertirme en una Pop-Rock Star y por ende estaba súper decidida a comprar una guitarra, fueron varios los meses que corrieron antes de que llegara a mis manos el ansiado instrumento.

El porqué, quizá más adelante; pero lo que sí, es que durante todo ese tiempo cada vez que yo pasaba por la tienda, ella –la guitarra- estaba ahí. Incluso, había momentos en los que yo trataba de ignorar el hecho de saberla en el exhibidor; sin embargo, era como si ella me siseaba para recordarme su presencia.

Soñaba con la guitarra. No podía sacarla de mi mente; y eso que en aquella época yo estaba en plenos estudios universitarios y pasantías en un periódico local. Lo que suponía que tenía mi atención copada, pero aquella guitarra verde lograba colarse entre la maraña de cosas.

Seguían pasando las semanas y aquel caos continuaba, hasta un día de diciembre de 2002 cuando recibí mi primer pago de aguinaldos en El Periodiquito (periódico donde yacía como pasante).

Al tener el dinero en mis manos, lo primero que hice fue una llamada telefónica a mi madre, Digna Espinoza, para compartir mi alegría porque –realmente- yo no esperaba ese bono. Yo era una pasante de periodismo laborando a medio tiempo y se trataba de mi primera experiencia laboral.

Te confieso que yo no cabía de la emoción; y más -como seguro has imaginado- porque se traducía como una estupenda oportunidad para comprar la guitarra de mis sueños. Pero definitivamente, existían razones por las que no podía irme de bruces a la tienda y decir –Por favor, deme esa guitarra-

La llamada a mi madre para hacerla partícipe y alegrarme con ella por aquel ingreso monetario inesperado, también era para preguntarle si con ese dinero podía comprarme una guitarra.

-¡Claro, hija. Ese dinero es tuyo, te lo has ganado- Me respondió mi madre.

No voy a ponerle drama a esto exponiéndote que éramos pobres –porque no lo hemos sido, gracias a Dios- pero en adición a que me encanta consultarle mis cosas a mi mamá, no soy derrochadora y estaba al tanto de que había gastos extraordinarios en casa, como el pago de mi universidad, entre otros.

Pero bueno. Ya con ese impulso que me dio mi madre y las ganas de tener a esa guitarra en mis manos, yo no paraba de mirar el reloj.
- ¡Coño! Que sean las 4 pa’ salir (del periódico). Era el remix en mi mente.

Ya había terminado de redactar mis notas. No sé cuántos cigarrillos ya me había fumado. Y finalmente, llegó la hora, marqué mi salida del periódico, encendí mi carro y fui directo a la tienda a comprar la guitarra.

Al llegar, -¿Qué? (dijimos en conjunto mi Arleth interior y yo)

Ya la guitarra verde no estaba en el exhibidor. La tristeza me estranguló.

Entré a la tienda y nada. La guitarra no estaba.

Opté por escoger la guitarra fucsia que yacía encabezando el lote porque si me iba sin una guitarra, pues, yo sabía que la iba a pasar peor.

Llegué a casa y mostré “con emoción” mi guitarra.

Seguido, se la di a mi padre, Gastón Vitanza, para que me la afinara y probara.

–Está muy bonita, me dijo. –Pero, añadió, –La cejuela es muy alta y se te va a dificultar tocarla (a la guitarra).

Me la dio y, definitivamente, era casi imposible armar los acordes básicos. Las yemas de mis dedos quedaron masacradas.

Así que le dije a mi papá para que me acompañara a la tienda para cambiar la guitarra.

La gran sorpresa fue que cuando llegamos al lugar, mi guitarra verde estaba ahí, en el exhibidor.

Obviamente, tras el protocolo de mostrar el ticket de compra y exponer el porqué de cambiar la guitarra, le dije al joven que, por favor, me pasara la guitarra verde.

Mi papá –quien era músico, por cierto- la probó y me dijo -­Ésta sí está bien.

Jamás pregunté dónde estuvo la guitarra verde cuando fui a comprarla, pero lo cierto es que por designios de Dios, del destino o de las energías cósmicas –dependiendo tus creencias- ella debía estar conmigo para convertirse en la segunda confidente de mis penas, alegrías y aventuras.

Y bueno, ese mismo día -con cinco acordes- me lancé a componer mi segunda canción en inglés (Once and Again).
¿Te ha gustado?

Es momento de despedirme.
Chao!

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